Intervención del presidente del Parlamento, Antonio Castro, en la celebración del bicentenario de la Constitución de 1812

"Este Parlamento, por acuerdo de su Mesa y su Junta de Portavoces, ha querido unirse a la celebración de un hito y unos hechos históricos, que hoy recordamos de forma sencilla pero solemne, porque el Bicentenario que conmemoramos materializó la aspiración común de todas las personas, de gozar del libre ejercicio de sus facultades y la libre disposición de sus obras, para que el progreso social sea incesante.

En tal sentido permítanme agradecer especialmente en nombre propio y en el de todas sus señorías, la presencia de las autoridades que hoy nos acompañan, por contribuir a realzar este acto y constituir siempre un motivo de satisfacción verles entre nosotros.

27/mar/2012

La primavera de 1812 fue la más alegre de cuantas, hasta entonces, habían contado los españoles, oprimidos por el ejército más poderoso de Europa. La ocupación militar no impidió sino, por el contrario, estimuló la inteligencia y el coraje para redactar, debatir y promulgar la primera Constitución que canceló las anacrónicas injusticias del Antiguo Régimen y frente a la monarquía absoluta estableció la soberanía nacional, la separación de poderes, el sufragio universal y la libertad de expresión.

Las Juntas, que se constituyeron en la España peninsular y ultramarina para cubrir el vacío de una corona desplazada del poder, enfrentada y metida en conjuras, respondieron a un sentimiento primitivo, invencible y universal, que empuja a las personas y a los pueblos hacia el progreso y el bienestar y les aleja de la injusticia y el trabajo baldío.

En las circunstancias más adversas los representantes populares, reunidos en la ciudad gaditana, interpretaron ese valor que califica y engrandece a las personas y a las colectividades. Esa virtud – que podemos llamar patriotismo, generosidad, servicio – fue la que llevó a priorizar los intereses generales y garantizar la igualdad y extenderla a todos.

Allí concurrieron conservadores, fieles a una idea obsoleta de la monarquía; y liberales que, despiertos por las reformas de Carlos III, entendieron que la función del estado era conservar las libertades civiles, anteponer la persona y poner el poder a su servicio.

En aquellos memorables debates triunfaron las tesis liberales – porque la verdad y la razón siempre prevalecen – pero, además, se recogió el espíritu de leyes tradicionales, abolidas o postergadas con el cambio dinástico que, en un país diverso, había impuesto su tradicional centralismo.

Unos y otros cedieron en sus ideologías y pretensiones; y asumieron el mandato de las colectividades a las que representaron, que era el entendimiento, por encima de cualquier diferencia.

La libertad no consiste sólo en hacer lo que se quiere, sino, principalmente, en hacer lo que se debe. El respeto es la primera regla para coexistir en sociedad. El trabajo responsable es aquel que tiene, como fin prioritario, el servicio a los demás.

En aquella coyuntura primaron la libertad, el respeto y el trabajo. Los diputados supieron responder a las exigencias de su tiempo; y su voluntad, iluminada por estos méritos, añadió un nuevo hito a los que determinaron la Edad Contemporánea.

Causada por monarcas incompetentes, validos desleales y políticas erráticas, la decadencia española tuvo un punto de inflexión con la promulgación de la Constitución de 1812. Fue la contribución propia a los acontecimientos planetarios de la Revolución Francesa, la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Industrial.

Entre 1810 y 1812, con fuertes polémicas, se dieron pasos significativos en cuanto a la erradicación de instituciones integristas y feudales; desde el Santo Oficio de la Inquisición a los Señoríos, que en nuestras islas pesaban sobre Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera y en amplios lugares de Gran Canaria y Tenerife; y las encomiendas americanas que, con constancia e incluso ira, denunciaban los nativos y criollos del otro lado del Atlántico.

Fue, en cierto modo, un complejo y laborioso ensayo para una tarea trascendente, “pasar del despotismo a la libertad, sin violencia, sin ira, sin sangre”, tal como manifestó el clérigo Manuel Díaz Hernández, juzgado con rigor – como tantos otros isleños – en las posteriores reacciones absolutistas.

La Carta Magna de 1812 puso a Canarias en pie de igualdad con el resto de los territorios europeos y de ultramar. La nueva organización política y administrativa de España articuló en provincias y municipios los vastos territorios y acercó por primera vez la administración a los vecinos.

En  nuestro  Salón  de  los  Pasos  Perdidos  aparecieron  hoy  los retratos de cuatro próceres, que sumaron su nombre y el de nuestra tierra, en una acción colectiva de manifiesta grandeza y dignidad.

Ahí están para quedarse en esta Casa, el gomero Antonio José Ruiz de Padrón, franciscano secularizado que, desde la abadía de Villamartín de Valdeorras, acudió a las Constituyentes Gaditanas y ganó fama de orador culto y vibrante; y como ponente en la abolición de la Inquisición. En frente tuvo a eclesiásticos que, como el tinerfeño Santiago Key Muñoz, buscaron principalmente la restauración monárquica; pero, a la vez, respaldaron un texto progresista que garantizaba nuevas reglas para la nación.

Ahí están también monseñor Pedro Gordillo Ramos, grancanario, canónigo de la Catedral de Santa Ana y que, en el curso de los debates, presidió la patriótica y posibilista asamblea; y Fernando de Llarena Franchy, tinerfeño, funcionario de carrera y que, en ocasiones votó con el reformismo liberal y en otras, con los conservadores que abogaron por la recuperación de ciertas normas del acervo histórico.

Entendemos como imperativo ético, que su recuerdo perdure entre nosotros y su ejemplo nos ilustre en las decisiones legislativas que se adoptan en esta Cámara.

Los cuatro fueron consecuentes con las exigencias de un ciclo difícil y tenso y a ellas dedicaron su talento, su esfuerzo y su sacrificio. Sirvieron a Canarias con profunda lealtad e intachable comportamiento.

La Constitución “de Cádiz” duró poco más de dos años. Después, los liberales pagaron con juicios, degradaciones y destierros su coherencia ideológica. Gordillo murió en el exilio, con una canonjía en la Catedral de La Habana, a donde huyó perseguido por los tribunales políticos y con la nostalgia incurable de no volver a su tierra. Ruiz de Padrón, una de las personalidades más apasionantes de la centuria, terminó sus días en la aldea gallega, proscrito y vigilado. Llarena fue perseguido y enjuiciado, acusado de conspirar para la independencia de Canarias. Key Muñoz, por otra parte, gozó de los favores de aquel rey caprichoso que se llamó Fernando VII.

Señorías, señoras y señores, honramos hoy una labor común de la que, sin triunfalismos ni arrebatos patrioteros, podemos sentirnos orgullosos, pero a la vez, obligados por los factores que hicieron posible su logro.

Al mérito de la juventud y la azarosa existencia de “La Pepa”, tenemos que oponerle sin embargo algunos defectos y carencias, hoy impensables, que contrastan con las bases del liberalismo, como es, entre algunos otros, la exclusión del voto a importantes colectivos por razón de sexo, raza o condición social.

Con eso y con todo, fue en su tiempo un icono de libertad y puso en la palestra los atractivos de la utopía, que se pueden sintetizar en su artículo décimo tercero: “El objeto del gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.

A estas metas se unieron también, las preocupaciones por la protección y la formación de los individuos, la libertad para la expresión y difusión de las ideas y “el reparto de las contribuciones entre todos, según sus facultades”.

Incuestionable en sus alcances, el agudo José Blanco White criticó con objetividad sus límites y exhortó, desde su exilio londinense, “a reformarla, a mejorarla, a consolidarla”. “Mi oficio – dijo – es criticar, pero mi intento no es debilitar vuestro amor a la Constitución que habeis adoptado. Amadla y obedecedla; más, para que dure, haced que, algunos puntos, se mejoren en adelante”. Proponía también “un pacto fundacional entre todos”, porque los fueros antiguos no trataron con igual justicia a todos los territorios y a todos los habitantes. Las palabras de este abogado y escritor tienen plena vigencia y su lúcido análisis del proceso de elaboración, valiosas coincidencias con el espíritu de consenso que rodeó la redacción y aprobación de la Carta Magna de 1978 que nos rige.

Para nuestra actual “Ley de Leyes”, valen las recomendaciones que Blanco White formuló para “La Pepa”, pero también las mismas necesidades que pidió para su permanencia en el tiempo: la reforma y adaptación a las necesidades cambiantes de la historia.

Los diputados constituyentes de 1812 cumplieron con su obligación en circunstancias comprometidas y dificultosas, en medio de lo que el filósofo e historiador Antonio Elorza llamó la “Revolución Española”. Los constituyentes de 1978, en la obligatoria y peligrosa tranformación de un régimen autoritario en una democracia moderna, dieron con holgura y altura de miras cuanto se esperaba de ellos.

El estado de las autonomías – la principal aportación de la Carta Magna de mayor duración de nuestra historia – superó la oposición de quiénes la rechazaban desde posiciones extremas y de quiénes la reivindicaron por distintas razones estratégicas o hechos diferenciales.

Las Cortes de Cádiz marcaron el arranque de nuestro parlamentarismo. La Constitución de 1978, el principio de una era en la que, tras los intentos republicanos y superada la dictadura, se reconocía la realidad de un país diverso, cuyas singularidades reclamaban tratos específicos, dentro de las libertades e igualdad de derechos de todos.

A los políticos de esta hora, cuando celebramos dos siglos de un texto que abrió paso a la esperanza, nos corresponde interpretar los rumbos actuales, las inquietudes de nuestros administrados y el reconocimiento de que, sin duda alguna, estamos en los umbrales de una Edad que presenta problemas, demanda soluciones y ofrece posibilidades inéditas.

La principal enseñanza que nos dejó la Constitución de 1812 fue su adaptación a las coordenadas sociales, territoriales y temporales para las que se promulgó. A nosotros nos cumple hacerlo, aquí y ahora, con la misma ilusión y la misma voluntad de acuerdo; con la misma disposición para anteponer los grandes objetivos a las posiciones personales o de grupo; con la misma generosidad y el mismo sacrificio que derrocharon los diputados constituyentes que, desde Cádiz, regalaron al país una norma fundamental, que garantizaba un nuevo marco de libre y provechosa convivencia.

Hace dos siglos manifestar “Viva La Pepa” era pedir libertad, justicia y demandar relación leal y respetuosa entre las distintas ideologías.

En ese sentido, señorías, autoridades, señoras y señores, en homenaje a la gloriosa página de nuestra historia común, en voz alta digo hoy, “Viva La Pepa”.